La sirena de Lanzarote



Loli Lara -la niña del parque móvil-



Tenía 50 años, era prejubilado y se encontraba en una forma física excelente, por eso, cuando el banco le indemnizó por despido anticipado, se encerró en su casa dos días a meditar qué iba a hacer con el resto de su vida.

Viudo desde hacía cinco años no había querido unirse a ninguna otra mujer. Bueno, eso no era del todo cierto. La verdad era que no había encontrado a nadie que llenara tanto su vida como lo había hecho Carola. Ni siquiera su pérdida lo había llenado de absoluta tristeza, tal era la luz que había puesto en su vida. Sus recuerdos se imponían a todo y era tan intenso lo vivido entre ellos que su soledad se alimentaba de sus vivencias compartidas, hasta tal punto que le servían para continuar adelante con una serenidad que muchos envidiaban.

No habían tenido hijos y su amor y su tiempo no tuvieron que ser compartidos. Habían estado casados quince años, aunque a veces le parecían muchos más. Se habían conocido en el trabajo, lo que les ayudaba en esa complicidad que tenían a la hora de descansar, coger vacaciones o disfrutar los fines de semana.

Habían vivido intensamente. Quizás si hubieran pasado muchos más años juntos, el hastío y el aburrimiento propios de la vejez se hubieran impuesto a todo lo demás sepultando en la memoria los años más jóvenes. Pero la muerte le arrebató a su querida esposa pletórica de vida y todo lo que le recordaba a ella estaba vinculado a la alegría, la aventura y la diversión.

Viajaron mucho por toda España, aunque nunca se habían decido a ir a ninguna de las islas, quizás porque les gustaba conducir su propia caravana y hacer kilómetros y kilómetros sin nada que se les pusiera por delante. Por eso siempre dejaban para otra ocasión coger un avión que les llevara a las Baleares o a la Islas Afortunadas.

Las Islas Afortunadas...

A él le gustaba llamarlas así pues decía que un apodo como ese no se ponía al azar y tenía que ser más que merecido.

Leía a Vázquez-Figueroa y, gracias a él, aprendió a amar a las Canarias. Por eso, cuando terminó su encierro voluntario, tenía más que decidido que sería allí a dónde se dirigiría. Las conocería a fondo y quién sabe si algún día se instalaría allí definitivamente.

Cerró su casa y vendió la caravana y durante un mes se dedicó a visitar a sus amigos y parientes que vivían fuera de Granada ya que, incluso aunque no se quedara en medio del Atlántico, preveía que iba a tardar mucho tiempo en volver a verles.

Y llegó el día.

Estaba excitado como un adolescente y se encontraba rodeado de maletas, paquetes y neceseres. Sabía de sobra que no podía cargar con todo, pero también dudaba en qué descartar. Al final solo se preparó una especie de petate y decidió que si algo importante se le olvidaba se haría con ello sobre la marcha. Era mejor así. No arrastrar nada del pasado, aunque fueran cosas materiales, sólo el dulce recuerdo de su esposa y empezar de nuevo en todos los sentidos. Cerró la puerta de la habitación del hotel que había alquilado y se dirigió al aeropuerto. Cogía un vuelo nocturno ya que intuyó en su momento que necesitaría todo el día para solucionar lo del equipaje, como así fue.

Ya en el avión intentó relajarse y sacó su agenda en donde tenía preparada una serie de listas con las diferentes cosas que tenía que hacer desde el momento en que pisara Tenerife, pues ese era el destino previsto por el momento, pero fue inútil. Sólo estaba pendiente de la ventanilla esperando el momento en que la negrura del mar que se adivinaba allá abajo se fuera aclarando gracias a las primeras luces de la isla que les dieran la bienvenida.

Todos los trámites siguientes hasta llegar al hotel se le pasaron como en un sueño y, cuando después de un largo baño que le calmó un poco, se echó en la cama, suspiró y pensó: “ya estoy aquí, Carola. Empieza la aventura”. Porque era así como iba a planteárselo. Descubrir y descubrirse. Vivir el día a día tal y como se fuera presentando.

Y empezó su periplo. Alquiló un todoterreno y se dispuso a conocer Tenerife. Al cabo del primer día ya se habían cumplido todas sus expectativas. ¡Dios mío, hasta el verde de la hierba era diferente¡ ¡Y qué variedad de paisajes¡ Allí se pasaba de una frondosidad exuberante a una aridez volcánica y no por ello menos hermosa. Y aún no había subido al Teide.

Lo hizo al día siguiente, en coche hasta la misma falda de la impresionante montaña y en telecabina hasta casi la cumbre. Le quedaban ciento cincuenta metros que tenía que hacer pendiente arriba si quería culminar la cima, pero no se arredró y continuó hasta el final.

No tenía palabras para describir lo que vio.

Como el día era muy claro se podían ver las siete islas en su conjunto y quedó maravillado del espectáculo. Se alegró de haber empezado por Tenerife pues era un compendio de lo que le esperaba con las demás: rocas y playas; desierto y vegetación. Estaba emocionado. El aire era limpio y puro y de pensar que podía hacer lo que quisiera en aquél trozo de España tan desconocido para él, se sentía joven de nuevo y con un ímpetu que desconocía que pudiera tener en la segunda mitad de su vida.

Poco a poco fue conociendo todas las islas: Gran Canaria tan internacional, Fuerteventura como un pueblo grande, La Palma, Hierro, Gomera con su singular idioma de los silbos.......y Lanzarote que, siguiendo una fuerte intuición, había dejado para el final.

El sabía mucho de Lanzarote, ¿y quién no?, pero era eso que se ve en los catálogos de agencias de viajes o en reportajes de televisión. Como ya hemos dicho, era un gran aficionado a las novelas de Vázquez-Figueroa y, por supuesto, había oído hablar de César Manrique y Timanfaya, pero en su interior adivinaba que había algo más y quería descubrirlo por sí mismo.

Cuando llegó, se instaló sin prisas y para ello en vez de en un hotel buscó una casita fuera de la capital y cerca de la playa. Era una playita lejos de los turistas y llena de pescadores que, cuando no salían a faenar, se pasaban el día reparando redes y pintando sus barcas.

Había decidido que en esa pequeña isla, donde todo estaba a no más de 20 kilómetros, no iría como un visitante más aunque él tuviera ganas de conocerlo todo, de saberlo todo, de impregnarse de su olor y su paisaje casi lunar. No. En esa isla iba a vivir. Eso significaba que la iría conociendo poco a poco, aprendiéndose el nombre de sus pueblos, participando de sus costumbres y quizás haciendo algún amigo. Tenía la experiencia de su tierra, su Granada natal.

Todos los que iban de visita conocían la Alhambra y el Generalife, pero había “granaínos” que llevaban toda su vida allí y aún no habían subido al Carmen de los Mártires. Eso para él era vivir en una ciudad, no sentir la obligación de conocerla de manera programada con formato de viaje colectivo, sino sin prisas, como el que dispone de todo el tiempo del mundo.

Así, al mes de estar allí, ya conocía el mercadillo de Teguise que ponían todos los domingos y en donde se podía encontrar desde la comida para toda la semana hasta abalorios de mil y una formas fabricados artesanalmente con piedras semipreciosas de la tierra: turmalinas, olivinas, coral azul...También se había acercado a la playa de Famara, quizás la única que había en toda la isla con arena rubia; había probado los vinos de La Gería cultivados robándole el agua al rocío y las piedras. En fín, que aunque no hubiera nacido allí, ya hablaba con cierta propiedad de todo lo que le rodeaba.

Una de las cosas que le habían ilusionado como a un niño era saber que en el pueblecito de Tías vivía su admirado Vázquez-Figueroa, y de las que más le habían impactado era la Casa-Museo de César Manrique. En realidad toda la isla era una inmensa galería donde el artista, enamorado hasta el fin de sus días de Lanzarote, había expuesto su obra al mundo para disfrute y deleite de todos. Incluso la isla en sí tenía una estética particularmente manriqueña ya que, excepto en la capital Arrecife, las casitas no podían tener más de dos plantas, y los colores debían de ser blanco, verde y azul. Nuestro protagonista decía que el paisaje “era bajito” y que todo te recordaba al mar, al cielo y a su vegetación.

Aún no se había acercado a Timanfaya, el parque natural. Lo estaba haciendo adrede, disfrutando de la espera casi tanto como el día en que se decidiera ir a visitarlo. Sabía que era lo más característico de Lanzarote, su esencia, y quería saborearlo como el que saborea un plato exquisito que prueba por primera vez.

A todo esto, ya conocía a algunos de los pescadores de la playa a la que bajaba por las tardes a la caída del sol. Le llamaban Don José, aunque a él le gustaba más José María, y en su tierra siempre fue Pepe, así que lo aceptó con cariño y pronto se acostumbró. Se sentaba con ellos y compartía algún cigarro, unos tragos de vino y sobre todo historias de esas que nadie sabe contar como los pescadores.

Ya conocía todas las leyendas del lugar, algunas eran muy antiguas y otras sospechaba que se las inventaban sobre la marcha, pero él las oía con una sonrisa, los ojos entornados y casi imaginándose a los personajes.

Cuando ya la oscuridad les impedía seguir con la faena, se despedían hasta la tarde siguiente y el se retiraba a su casa pensando en todo lo que había visto y oído ese día. ¡ Qué paz de espíritu sentía¡ Sus intuiciones se estaban confirmando respecto a ese lugar tan misterioso que le rodeaba. Y todavía le quedaban cosas por conocer.

Haciendo planes se quedaba dormido. Volvía a tener esa media sonrisa que cada vez tardaba más en borrársele de los labios y soñaba con cosas fantásticas que no dudaba que pudieran hacerse realidad en aquél pedazo de roca con el corazón de fuego.

Una buena mañana se levantó decidido a conocer Timanfaya. Esta vez si cogió su cámara fotográfica, pues hasta ahora lo conservaba todo en su retina y su pensamiento. Había querido hacerlo así, no necesitar de las fotos para recordar hasta el más mínimo detalle de todos los lugares que había visitado. Por ello había vuelto una y otra vez hasta que la rutina y el hábito impregnaron su memoria y estuvo seguro que nunca los olvidaría al igual que nunca podría olvidar las cumbres eternamente nevadas del Mulhacén y el Veleta con los que creció.

La experiencia de ese último descubrimiento jamás podría explicarla con palabras.

Participó de todos los rituales destinados a los visitantes y vio con sus propios ojos que Lanzarote tenía línea directa con su Creador, enseñando por sus innumerables poros, abiertos por la mano del hombre, lo que fue la Tierra en su principio.

Sentado en su asiento del autobús que hacía el recorrido por el parque procuró aislarse de todo e imaginó que solo él disfrutaba de aquella maravilla, consciente de que hubo un tiempo en que todo aquello era lava hirviente que durante seis años se adueñó de la isla. Agradeció a sus nuevos amigos el haberle puesto al día con sus historias mitad fantasía, mitad realidad, y hasta hubo momentos en los que llegó a pensar que alguna vez pudo ya haber estado allí. Quizás en una vida anterior.....

Esa noche en la oscuridad de su habitación volvió a pensar en ello y esa fue a la conclusión a la que llegó: todo le era nuevo a la vez que remotamente familiar; la sensación de dejá vu era constante desde que había llegado hacía ya más de mes y medio. Cuando se quedó dormido soñó con demonios, fuego y príncipes guanches, pero sobre todo con un nombre que, una vez despierto, tardaría mucho en volver a recordar: Yaiza.

Su vida volvía a estabilizarse, a entrar en una cierta rutina y ni se planteaba marcharse. Le gustaba dar largos paseos, prepararse él mismo la comida y bajar por la tarde a la playa. Se dio cuenta de que, prácticamente, hacía todos los días lo mismo, pero que diferente era todo a cuando estaba en activo en que también los días eran copiados unos de otros. Ahora el reloj sobraba y las corbatas y los trajes ni siquiera habían formado parte de su equipaje. Era como cuando cogía vacaciones con su esposa pero sin tener que tachar en el calendario los días que faltaban para tener que volver a enfrentarse a números, ordenadores y clientes insatisfechos.

Uno de esos días tranquilos sucedió algo que alteró un poco la paz de aquellas tardes rodeado de barcas y artes de pesca. Llegó un chiquillo corriendo y dando voces: ¡Abuelo, abuelo, dicen que han visto una sirena al otro lado de la isla, entre las rocas¡ ¡ que sí, que es verdad, están sus huellas en la arena cuando sale sin que la vean¡ Rápidamente lo rodearon todos los lugareños pidiéndole más datos y sin pensar siquiera que fuera una fantasía infantil. Él se quedó un poco rezagado, sonriendo y pensando: “Bueno, ya tenemos una leyenda más”.

La historia de la sirena fue la comidilla de todas las tertulias en los días que siguieron, y cuando vio que estaban tan convencidos de la existencia de una sirena en sus playas, tuvo una idea. Propuso una excursión al sitio en donde decían que se acercaba a la orilla, para ver si eran capaces de dar con ella.

Todos a una se negaron. Jamás habían tenido la necesidad de confirmar ninguna de sus leyendas y esa no iba a ser la primera vez; lo daban por hecho y no había más que hablar.

Entre risas y apuestas, se decidió a ir él solo y a ver que descubría. Por eso, al día siguiente muy temprano, se cargó su mochila, cogió su coche y se encaminó a la parte norte de la isla.

Cuando dio con el sitio, deduciéndolo de los datos que tenía, bajó por un camino muy estrecho y pendiente hasta llegar a la playa. Bueno, llamarlo así no era del todo correcto, pues era una costa salpicada de rocas donde sólo a pequeños tramos había guijarros más pequeños que permitían andar sin mojarte, pero el resto había que hacerlo con el agua hasta las rodillas. También había pequeñas cuevas que seguramente cuando subiera la marea quedarían ocultas. En fín, que ya se estaba lamentando haberse comprometido con sus amigos pues el camino era tan agreste que, a la media hora, ya estaba deseando abandonar. Se animó el solo y decidió continuar otra media hora más y cuando ya se disponía a dar la vuelta se fijó en unas huellas que había en uno de esos huecos en que las piedras casi se convertían en arena.

Parecía como si hubieran arrastrado algo de un cierto peso y se perdían en una pequeña cueva que más que cueva era un agujero angosto abierto en la roca. Se puso a cavilar un rato. Seguramente en esa pequeña cala se acercaban a comer los pescadores mientras faenaban y si habían visto esas huellas no era de extrañar que su imaginación se hubiera desatado. Ahora su intriga estaba en averiguar a que se debían esas huellas que prácticamente acababan en un muro, pues la oquedad se adivinaba pequeña.¿Sería una sirena de verdad que salía por la noche? Soltó una carcajada sabiéndose solo y se dio cuenta de que el espíritu de la isla le había calado profundamente. Pero estaba tan entusiasmado que decidió acampar como pudiera y pasar allí la noche a ver que ocurría.

Había llevado provisiones y, le gustaba tanto lo que veía, que el tiempo pasó sin apenas darse cuenta. Cayó la noche y era particularmente oscura pues no había luna. Se agazapó en un rincón y esperó. Al rato se había quedado dormido cuando, de pronto, oyó que algo se arrastraba no muy lejos de él. Todos sus sentidos se pusieron alerta en un segundo y aguzó la vista intentando ver qué era. La oscuridad era absoluta y tan sólo distinguió un bulto que se movía aunque no sabía muy bien en qué dirección. Contuvo la respiración y sintió algo parecido al miedo que le paralizó las piernas. Pasó un rato y oyó un chapoteo y otra vez la sensación de que algo o alguien se arrastraba, pero de pronto todo quedó en silencio y ya no ocurrió nada más.

No supo cuánto tiempo permaneció así y lo siguiente que vió fue el sol dañándole los ojos cuando salía por el horizonte. Había vuelto a quedarse dormido exhausto por la espera. Comprobó que las huellas seguían allí y se marchó decidido a volver mejor pertrechado y dispuesto a descubrir el misterio.

No dijo nada en el pueblo por ahora pues quería reservarse para él los primeros momentos de gloria si es que llegaba a adivinar qué estaba pasando en aquellos parajes. Su entusiasmo era semejante al de un chiquillo y el incipiente temor que había sentido ya se había desvanecido por completo.

Pasó dos días con sus dos noches y nada ocurrió. Ya no oyó ese sonido tan característico y las huellas las había borrado el agua. Había visto unos cuantos barcos a los que saludó desde lejos y bebió café con unos cuantos marineros que se acercaron a hacer fuego y pisar un poco de tierra firme entre faena y faena. A ninguno les extraño el verle allí y tampoco le preguntaron.

La tercera mañana ya tenía decidido marcharse diciéndose que seguramente habría una explicación más que plausible para todo aquello, pero que él no era nadie para echar por tierra una leyenda más que añadir a las muchas que ya conocía.

Estaba recogiendo sus cosas cuando le pareció oír un quejido que desapareció enseguida. “Será una gaviota”, se dijo. Y continuó arreglando la mochila. Pero de pronto oyó un grito. No había duda, alguien necesitaba ayuda, pero ¿quién? Y ¿dónde estaba? Aquella especie de cueva era muy pequeña y enseguida se topaba uno con la pared, pero los lamentos continuaban.

Ayudado por el sonido se adentró un poco y entonces se percató que había un recodo casi en ángulo de noventa grados por el que la gruta seguía. No se había dado cuenta de ello porque se confundía con las demás rocas y, sin pensarlo, se adentró por esa especie de pasillo sin saber lo que podía encontrarse.

El camino desembocaba en otra gruta un poco más grande y algo iluminada por una abertura que filtraba luz unos cuantos metros más arriba.

Y allí estaba la sirena. Encogida, tiritando, llorando de dolor y....embarazada. Era una preciosa joven del color del ébano y grandes ojos llenos de miedo y de mar, de pateras y de compañeros muertos en el intento.

José se quedó petrificado, horrorizado ante el escenario que tenía delante de sí. “ ¡Dios mío, es una niña!” “¿cómo habrá podido....? “ Ya no pudo pensar más porque la vida se abría paso y él era el único que estaba allí para recibirla.

Todo ocurrió muy rápido. A la joven madre aún le quedaban fuerzas para que su criatura naciera sin traumas y el hizo acopio de esos conocimientos que se adquieren viendo televisión y que en este caso le sirvieron de mucho.

Fue una niña y al cabo de un rato las dos dormían, una plácidamente y la otra totalmente agotada, arropadas ambas por la manta que le había servido para pasar las noches esperando descubrir una leyenda.

Y allí sentado, sudoroso y satisfecho, miró más detenidamente lo que le rodeaba. Había una lata recogiendo una gotera y pequeños restos de comida en un rincón, probablemente las sobras de los pescadores que se acercaban a esa zona a comer.

También comprendió lo de las huellas. Sin duda las hacía la joven cuando salía de noche ante la imposibilidad de moverse con soltura.

Pero lo que más le sobrecogió fue un trozo de madera en donde se adivinaba los restos de un nombre escrito en árabe, puesto sobre la pared con exquisito cuidado en recuerdo de ese día en que volvió a nacer frente a las costas de Lanzarote y con su preciosa carga dentro de ella.

Ya era de noche cuando abrieron los ojos las dos casi al mismo tiempo. En los ojos de la joven aún había temor y él le pasó una mano por la frente. Le empezó a hablar despacio y muy suavemente. Sabía que no entendía su idioma pero sí su intención.

Cariño, no te preocupes por nada, todo va a solucionarse. No has podido venir a mejor lugar, un lugar donde las leyendas se hacen realidad y las sirenas son morenas y de ojos grandes como las estrellas. No sé tu nombre y no importa, ya escogerás el que quieras. Pero tienes que dejarme que yo se lo ponga a tu hija. Fue un nombre que alguien me sopló al oído mientras soñaba con seres fantásticos sin saber todavía que lo más fantástico no está en los sueños sino en la vida real si uno sabe buscar y, sobre todo creer, creer en las leyendas de sirenas embarazadas que tienen hijas con nombre de princesa guanche: YAIZA

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